La encarnación de las potencialidades; posibilidades del
futuro; simplicidad; inocencia. El niño, o hijo, simboliza también la
transformación más elevada de la individualidad, el yo transmutado y renacido a
la perfección (J.C. Cooper, 2004)
Símbolo del futuro, en contraposición al anciano que
significa el pasado, pero también símbolo de la etapa en que el anciano se
transforma y adquiere una nueva simplicidad, como predicara Nietzsche en Así hablaba Zaratustra, al tratar de las
“tres transformaciones”. De ahí su concepción como “centro místico” y como “fuerza
juvenil que despierta”. En la iconografía cristiana, surgen los niños con
frecuencia como ángeles; en el plano estético, como putti de los grutescos y ornamentos barrocos; en lo tradicional,
son los enanos o cabiros. En todos los casos, según Jung y Kerenyi, simbolizan
fuerzas formativas del inconsciente de carácter benéfico. Psicológicamente, el
niño es el hijo del alma, el producto de la coniunctio
entre el inconsciente y el consciente, se sueña con ese niño cuando una gran
metamorfosis espiritual va a producirse bajo signo favorable. El niño místico
que resuelve enigmas y enseña la sabiduría es una figura arquetípica que lleva
esa misma significación al plano de lo mítico, es decir, de lo general
colectivo. Es un aspecto del niño heroico que libra al mundo de monstruos. En
alquimia, el niño coronado o revestido de hábito real es el símbolo de la
piedra filosofal, es decir, del logro supremo de la identificación mística con
el “dios en nosotros” y lo eterno. No puede hablarse del simbolismo del niño
sin aludir a la famosa y misteriosa IV Égloga
de Virgilio, que dice: “Comienza ahora de nuevo la poderosa carrera del año / Vuelve
Virgo, Saturno domina otra vez / Y una nueva generación desciende del Cielo a
la Tierra/Bendice el nacimiento del Niño, oh casta Lucina / que despide a la
edad de hierro y es el alba de la de oro”, égloga que se ha considerado
profética (Cirlot, 1995)