miércoles, 7 de marzo de 2012

Artemisa y Afrodita


(Tomado de "Los dioses griegos" de Walter Otto)

La bendición de las deidades telúricas está sujeta al gran orden del cual ellas mismas son guardianas. ¡Ay de aquel que lo viole! Las afables bienhechoras se convierten al instante en espíritu maldiciente del que no se puede escapar; son implacables. Este celo en la vigilancia de las sagradas leyes de la naturaleza, esta lúgubre ira contra todos los que las
desdeñan, esta espantosa consecuencia por la que se les pide cuentas, teniendo que responder hasta la última gota de sangre por lo que han hecho —no importa si han obrado de buena fe, si se arrepienten o piden indulgencia—, este carácter severo y amenazante, aparecen en las Erinias con singular aspereza, y de ahí su calificativo: «las Iracundas».

Artemisa:

Es la danzante en praderas estrelladas, la cazadora en las montañas, incluida también la vida humana. Sin embargo, queda siempre la errante reina de la soledad, la hechicera y salvaje, la inaccesible y eternamente pura.
Es la vida brillante, resplandeciente y ágil. Su dulce extrañeza atrae al hombre de manera tan irresistible como fríamente lo rechaza.

Este ser cristalino, sin embargo, está enlazado por raíces oscuras con toda la naturaleza animal, lo infantil, de dulce amenidad y dureza diamantina, tímido, fugaz, desconcertante y bruscamente adverso. Jugando, retozando, bailando y por momentos de inexorable seriedad. Tiernamente solícito y afectuosamente diligente, con el encanto de la sonrisa que compensa toda una condenación, y no obstante salvaje hasta lo espantoso y pavorosamente cruel. Todos éstos son rasgos de la libre y extraña naturaleza a la que pertenece Ártemis. En ella el
fiel espíritu conocedor aprendió a percibir esta eterna imagen del sublime carácter femenino como algo divino.





Afrodita:

Afrodita, genuinamente griega, la diosa de las delicias.

Diosa del mar y de la navegación... La misma magnificencia con que colma toda la naturaleza hizo el mar, lugar de su revelación. Su llegada alisa las olas haciendo relucir la superficie acuática como una joya.

Ella es el divino encanto de la calma marina y de la travesía afortunada y el encanto de la naturaleza floreciente. En forma más hermosa lo expresó Lucrecio (1, 4): «De ti, diosa, huyen los vientos y las nubes del cielo cuando te acercas. Para ti la tierra hace brotar el adorno de deliciosas flores, a ti te sonríe la superficie del mar y, calmada, resplandece la reluciente amplitud del cielo».

Se llama «diosa del mar tranquilo» y hace que los navegantes alcancen el puerto. Eróstrato de Naucratis condujo en un periplo una pequeña imagen de Afrodita comprada en Pafos. De esta manera salvó la nave del naufragio: cuando oraban ante ella, los alrededores de la imagen reverdecieron de mirtos, dulcísimo olor llenó la nave y los navegantes, ya desesperados, felizmente llegaron a tierra (Policarmo, Fragm. Hist. araec. IV, pág. 480). Por lo tanto se llamó «diosa de la feliz travesía», «diosa del puerto»; su oráculo en Pafos fue
consultado sobre la suerte del viaje marino (Tácito, Hist. 2, 4; Suetonio, Tib. 5). Ciudades marítimas la veneraban.

Como en el mar, el milagro de Afrodita se realiza también en el reino de la tierra. Es la diosa de la naturaleza floreciente, vinculada a las Cárites, los deliciosos y benéficos espíritus del crecimiento. Baila con ellas (Odisea 18, 194), se hace lavar y ungir por ellas (Odisea 8,
364), le tejen su peplo (Ilíada 5, 338). Se revela en el encanto florido de los jardines. Por eso se le dedican los jardines sagrados.

El Pervigilium Veneris (13 y sigs.) la canta como reina de las flores primaverales, en particular de las rosas que se abren.

La diosa no permite que se burlen de ella. Puede perseguir con tremenda crueldad a quien cree poder porfiar con su poder. Tiene sus favoritos, para quienes el ser y la vida respiran el placer cariñoso de su existencia. Son hombres en quienes triunfa lo femenino sobre las cualidades genuinamente masculinas. El más famoso es Paris, verdadero tipo del amigo de
Afrodita.

Ella misma es la mujer más bella, no una doncella como Ártemis o llena de dignidad como las diosas del matrimonio y de la maternidad, sino la pura belleza y gracia femenina, rodeada del húmedo brillo del placer, eternamente nueva, libre y bienaventurada tal como nació del inmenso ponto. Las artes plásticas han rivalizado en plasmar esta imagen del amor personificado.

Las Cárites son sus servidoras y compañeras. Bailan con ella, la lavan y la ungen y tejen su vestido. La significación de su nombre, su gracia y seducción (c£rij), Afrodita lo da a Pandora, arquetipo de mujer.

Se habla también del cinto de su pecho que hace irresistible a quien lo posee. En él estaban encerrados todos los «encantos» de Afrodita:

«amor» y «deseo» y «amorosas palabras que hacen perder el juicio al más prudente» (Ilíada 14, 214). Hera se lo pidió cuando quiso excitar el amor de Zeus. Tiempo después se comentó de una bella mujer que turbaba todos los corazones porque Afrodita le había dado el famoso cinto (Antífanes, Pal. Antol. 6, 88). A su alrededor están, además de las Cárites, los genios del anhelo y de la persuasión, Polos, Hímero y «Peitho, la seductora que no conoce rechazo» (Esquilo, Las suplicantes 1040). El hechizo de la rueda amatoria (‡ugx) proviene de ella.

Es muy significativo que esta diosa traiga la felicidad a los hombres —si no se le oponen porfiadamente como Hipólito— mientras que a las mujeres frecuentemente les lleva la fatalidad. Las arranca de su seguridad y pudor haciéndolas infelices con una pasión ciega, muchas veces criminal, por el hombre ajeno.

Sólo esta diosa del eterno milagro amoroso puede brindar la paz mundial, dice Lucrecio en el principió de su poema doctrinal (1, 31 y sigs.). El mismo dios de la guerra, herido profundamente por el amor, se arroja infinitas veces en sus brazos y la mira de hito en hito en amartelado éxtasis.

Entonces emana suavemente el ruego de los labios de la diosa: «¡Oh, da la paz a los tuyos!».